Nuestra primera parada ha sido Santa Elena, necesitábamos llegar aquí, somos una procesión de despojos humanos apenas conscientes de que aún estamos vivos. Nos hemos desplomado en nuestras tiendas y los más graves han sido atendidos en el dispensario médico. Sigo extrañamente ausente, como si todo esto no tuviera nada que ver conmigo; observo a los demás caminando penosamente intentando olvidar los seres queridos que han dejado atrás o doliéndose de sus heridas, aterrorizados ante la idea de ir a morir ahora por ellas, precisamente después de haber salvado sus vidas en la batalla. Y lloran. Lloran gruesas lágrimas que se deslizan silenciosas por sus mejillas o dando grandes gritos nombrando a alguien.
Yo no lloro, he gastado mis lágrimas o mi corazón se ha convertido en piedra. Rebeca si llora, ella aún abraza el aire, como si entre las motas minúsculas de polvo que revolotean en él fuera a revivir de nuevo el cuerpo de Rolando. Rolando está muerto y enterrado. Le dimos tierra en el camino, en un pequeño montículo en medio de un campo misteriosamente aún verde. Ella lo preparó todo y todos la acompañamos.Yo les miré desde la sombra de un castaño viejo y pensé en lo sencillo que sería devolverle la alegría. Yo podría hacerlo, se que podría, no me preguntéis cómo lo se, pero siento que podría. También se que podría desatar las fuerzas del mal o podría atraer la bondad de las cliéridas del no-mundo. Pero solo después sabría cual ha sido la mutación que ha podido sobre la otra y ya no tendría remedio.
Nunca es bueno interferir en los designios que marca el péndulo de la vida y la muerte.
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